Amanece en mi pueblo, es sábado, entonces…hoy amanece más tarde. 7:30h, vamos… arriba, el Duque implacable aparece a buscarme a la cama. Oigo sus pasitos acercándose hacia mí, sus uñitas traquetean sobre la tarima del suelo de la habitación y puedo oír su respiración casi en mi oreja. Me levanto para irme a la ducha, el Duque detrás de mí me sigue hasta el baño tumbándose justo delante del lavabo. Hace calor, el termómetro del relojito del baño marca 20ºC, mucha temperatura para esta época del año. A mediados de octubre debería darme mucha más pereza salir de la cama y tener uno de mis pulgares del pie congelado, casi gangrenado, al apoyarlo sobre el suelo. Sin embargo, apenas duermo sin ropa y todavía tengo los abrigos llenándose de polillas.
Salgo de la ducha y ropa fácil, pantalón de una tienda muy famosa de un tipo gallego que se hizo así mismo y una camisa con calaverita. Botas negras, no, marrones, no, negras. Salgo de casa, el Duque se queda, entro en el coche, bueno en mi CH-R, más que un coche, al menos me lo parece. Oigo el ruido de nave espacial que se genera cuando arranca el motor eléctrico y poco a poco avanzo por mi calle hasta coger la vía principal, y así recorro los 31 Km que me llevan a la farmacia. Vuelo tranquilo, no hay nada de tráfico, ni aéreo ni terrestre ni de nada. Es sábado, así que llego en 20 minutos. Aparco, rápido al bar de Endry a disfrutar de mi desayuno, hoy sí, sin prisa. Carlos en la mesa de siempre, esperando, dando vueltas al café en vaso con una cuchara que apenas llega al borde, haciendo que los dedos se mojen un poco con el café con leche. Un café con leche, una tostada de mantequilla, Endry se cuadra a modo militar y cumple la orden.
Salimos del bar, a la farmacia. Pasa la mañana, nada relevante, sábado sin más. Pensando en esta noche, cena con mi gran amigo Antonio, una conversación divertida y entretenida, compartiendo nuestras inquietudes y experiencias. Estoy deseando que llegue. Siempre es un placer vernos, compartir una comida o una cena mientras hablamos de todo y de nada. Me encanta vivir esos momentos que recordaremos con cariño.
Llega la noche, mismos pantalones, camisa y la chaqueta azul de las ocasiones especiales. Vino, unas raciones intensas, vino, más vino, buen vino por cierto, un postre, café con hielo. Termina la cena, a la cama. De pronto algo surge, algo que no debería surgir, algo que nunca pensabas que pudiera ocurrir, algo que te invalida, que no te va a dejar dormir. Una muela cariada que andaba por allí, activa los nociceptores periféricos liberando neurotransmisores lo que disminuye el umbral de respuesta de las fibras nociceptivas, que en castellano cervantino significa un dolor de la releche que me hace saltar de la cama como un resorte. Me incorporo quedándome sentado en la cama, paseo por la habitación, dolor, mano a la cara, la intensidad se incrementa, dolor, más dolor, bajo al baño, busco en el botiquín un analgésico como el que busca algo perdido de gran valor. Sigo buscando, abro otro cajón, y otro, de pronto, un dexketoprofeno, metamizol, me vale, pa dentro, agua, pa dentro. No existen efectos secundarios, sólo las ganas de quitarme ese dolor. Me voy al sofá, me siento, dolor, más dolor. Es como si el vino hubiera destrozado la muela y entrado directamente al nervio provocando la ira de todos los dioses del Olimpo en mi boca. Noche de sábado sentado en el sofá.
Domingo, comida familiar, dolor, más dolor, celebración truncada por una caries criminal. Celebración truncada por la soberbia humana de, eso no me va a pasar a mí, celebración truncada por falta de previsión y celebración truncada por la dejadez de, mi día a día no me permite hacer cosas extras.
Hablando con alguien cercano, de esas personas que nunca se van, esas personas que estuvieron y siguen estando y estarán, comentábamos que en los momentos de bonanza, cuando todo va bien, cuando vas conduciendo con tu radio con la cadena que quieres, con el aire o calefacción puesta, por una carretera sin tráfico, sin nada alrededor sino un maravilloso paisaje donde las plantas y las montañas son los únicos habitantes, nos olvidamos de lo frágiles que somos, lo fácil que es que todo cambie, que pinchemos una rueda en ese camino aparentemente tan idílico y que nadie te pueda ayudar, que esas plantas y montañas se conviertan en un infierno, que no haya cobertura y por tanto que no llegue ayuda. Nos olvidamos de lo que nos ha costado llegar hasta aquí, el esfuerzo que hemos hecho en cada logro alcanzado, tener un trabajo maravilloso, una casa, una familia, unos padres… nacer. Pensamos que mantener lo conseguido requiere otro tipo de esfuerzo, como cuando empezamos a dejar de cuidarnos porque ya tenemos pareja estable, o cuando tenemos una salud aparentemente de hierro. Y eso es una falta de respeto hacia lo conseguido y una temeridad en cuanto a lo que nos queda por hacer.
Y de pronto, el síndrome del Titanic, ese miedo a que todo lo que damos por seguro se derrumbe, a que lo que tenemos lo podemos perder, a que todo se complique y sea verdaderamente más grave.
¿Tiene sentido pensar que en un viaje como el del Titanic pudiera aparecer un iceberg, u otra incidencia natural, que pudiera poner en peligro el buque?, pero como era remota era mejor obviarla y pensar que no iba a pasar. Para evitar una catástrofe, antes hay que creer en su posibilidad. Hay que creer que lo imposible es posible, y ese es el problema, que aquí lo de creer que lo imposible es posible como que no. Estamos por encima del bien y del mal, sobre todo cuando nos está yendo bien en la vida.
Tras todas estas divagaciones de un farmacéutico con dolor de muelas, sólo tengo que apuntar que mañana espero volver a mi vida normal, a no tener dolor y a valorar el bienestar, a valorar la normalidad, a valorar una cena con Antonio sin que duela nada, sin que pase nada extraordinario, y por supuesto no esperar a estar mal para decir algo así como, qué bien estábamos y qué bien lo pasamos aquel día en «El Urogallo». ¿Te acuerdas?
No te acuerdes, ¡vive y disfruta!
Gracias L