Sentado en un sofá al calor de una chimenea de una casa de pueblo, intento dejar volar mi imaginación y estar en paz. En una casa de pueblo, de un pueblo de Madrid, un pueblo con rincones, rincones del pasado, rincones donde esconderte cuando todo se nubla.
Una estancia grande, con dos sofás junto a la chimenea, algunos troncos junto a ésta y unos ventanales desde donde puedes ver una dehesa de monte bajo, un barranco entre dos montañas que te llevan a un pueblo de pizarra escondido entre los riscos y del que, dicen, se salvó de conquistas por su localización.
Mientras miro por la ventana intento dejar mi mente en blanco, sin pensar en nada. Hoy no tengo que recorrer 31 Km para llegar a ningún sitio, no tengo que ver a ningún paciente ni estar pendiente de nada, solamente dejarme llevar por la tranquilidad de mi pueblo.
Mientras miro por la ventana, me vienen recuerdos del pasado, sensaciones y sentimientos, que el paso del tiempo no ha conseguido arrancarme y que se fusionan con mi presente para formar parte de mí, de mi existencia.
En mi imaginación, puedo ver mi pueblo desde lo alto de los riscos, veo el gran frontón donde tanto hemos jugado a pelota siendo niños, el pilón del pueblo que cambiaron de sitio, la iglesia donde iba a confesarme con D. JuanJo por haber dicho un par de palabrotas entre semana y alguna mentirijilla piadosa para escaparme de algún castigo, los tejados de las casas con tejas ocres y rojas, de esas casas que hablan de historia, la casa del Genaro, del Antonio, del Crisantos, de mi abuela, de mi abuela… de tantos que ya no están pero que permanecen en la historia de mi pueblo, en mi historia.
Aún recuerdo las fiestas, que engalanaban al pueblo con sus mejores galas, los puestos que recorrían todas la calle que subía al pueblo de arriba, puestos de algodón de azúcar, de tiro al blanco, de rifas, puestos que iban por todas las fiestas de pueblo en pueblo. También recuerdo la plaza de toros construida de troncos amarrados con cuerdas y rodeada de carros que aportaban los agricultores del pueblo para la ocasión. Recuerdo correr delante de las vaquillas que nos parecían morlacos de 600 kg de peso y los muñecos que hacía el Genaro para que los destrozara el toro de los mayores. Aún recuerdo el verano en el pueblo con mil grados a la sombra que nos dejaba a todos en casa hasta la caída de la tarde.
Recuerdos que me traen al presente y me hacen ver que no ha cambiado tanto, las mismas fiestas, el mismo frontón, el mismo pilón, las mismas casas. Sólo algunos que ya no están, los que estaban pero más mayores, y algunos que llegaron nuevos. Yo sigo por aquí, disfrutando de mi pueblo, de su paz, de mis recuerdos y mientras, miro por la ventana la dehesa por donde tanto hemos paseado y al calor de la chimenea, pienso lo mucho que me queda por disfrutar, lo mucho que me queda por vivir, lo mucho que me queda por sentir, ilusionar.
Y sé que cuando me vaya, formaré parte de las calles de este pueblo, de los recuerdos de alguien que me vio paseando por aquí, de una casa que es donde venía, de un bar. Sé que alguien sabrá que estuve por aquí y que fui parte de este pueblo, mi pueblo. Pero aún no, aún no.
Gracias L
Una idea sobre “Al calor de una chimenea”
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