1500 cerraduras y dos muletas

Hoy ha vuelto a la farmacia, en silla de ruedas, abrigado cubriendo sus orejas. Casi irreconocible entra en la farmacia en su silla empujado por su hermano. De pronto oigo su inconfundible voz dando los buenos días, como siempre hacía. – No puede ser, es él!!, Enrique, cuanto tiempo!!!, te he echado mucho de menos. Emocionado me inclino sobre su cuerpo sentado fundiéndonos en un caluroso abrazo.

Entrando en pista para despegue inmediato. Pista 32R, apenas viento, 6º de temperatura en el exterior, tiempo de vuelo… 31 Km.

1500 llaves para abrir las 1500 cerraduras que me separan de la calle. Puedo ver como se va abriendo el cierre mientras giro la llave de tubo hacia la derecha. Alarma desactivada, luces, cámaras… acción.

Un día cualquiera en el lugar de siempre, siempre pasa algo, algo diferente. Vienen recuerdos a mi cabeza, recuerdos de quienes han pasado por aquí y ya no están. A veces echas esa mirada al pasado recordando tiempos que se fueron, personas, situaciones, circunstancias ocurridas.

Entro al baño de la farmacia, puedo ver en el armario unas muletas, ya en muy mal estado, que dejé de recuerdo. Unos protectores de fieltro para las empuñaduras y otros para los reposa-codos, el palo de la muleta de aluminio con marcas de mil batallas y  de caminatas por el barrio  de una persona que con su paso lento, recorría las tiendas del barrio para hacer los recados. Miro las muletas y no puedo creer como es posible que hubiera alguien con tanta fuerza de voluntad, como es posible que recorriera el barrio con dos muletas, un bitutor en sus piernas y unos pocos años de una dura vida en sus espaldas. Cara recia y marcada por el paso del tiempo, olor característico del tabaco impregnando su ropa, la piel oscurecida por el paso de los años y de algún que otro cigarrillo y que al igual que su voz endureció una dura vida. Brazos musculados de su continuo caminar con las muletas, piernas con minusvalía que se quedaron así por alguna enfermedad y que le imposibilitaban andar sin ayuda. Por sus venas, años de vida que nunca me contó, excepto algunas trazas de su pasado.

Alguien muy conocido en el barrio, alguien que todo el mundo veía cualquier día del año, daba igual el tiempo que hiciera, incluso lloviendo. Recordaba a esa imagen donde alguien mira por la ventana, al calor de su hogar, mientras cae la lluvia empapando todo a su paso, y en mitad de esa escena, Enrique, avanzando lentamente con sus muletas mientras el agua recorría su impermeable azul a la par que hacía paradas para un breve descanso.

Para mi era un orgullo tener a Enrique como cliente, el más famoso del barrio, al que mucha gente admiraba por su entereza y tesón en cada paso que recorría con sus dos muletas. Alguien dijo una vez que había que ponerle una estatua de metal al lado de la cabeza del Dr. García Tapia. Le recuerdo entrar en la farmacia, siempre educado, siempre correcto, -buenos días a todos, hacía alguna pregunta, sé que le sacaba de algún que otro apuro al resolverla, pedía las medicinas de su madre, las suyas, la de algún familiar más. -gracias, hasta luego y gracias, decía con su característica voz.

Un retrato de alguien del barrio, un personaje de una película sin cartelera, ni de una gran producción de cine.  Simplemente un personaje de nuestro cine de casa.

La pandemia le metió en casa, ya no recorría las calles cuando llovía, ya no recorría las aceras con un calor de justicia que metía en casa al barrio entero. Poco después una caída, después un accidente cardiovascular, un tratamiento fuera del barrio, alejado de nosotros, en un lugar donde le ayudarían con la rehabilitación que necesitaba para recuperarse. Un vacío en las calles del barrio que dejaba preguntas en los vecinos sobre su estado.

Ayer volvió a entrar a la farmacia, no como siempre, de un modo que nunca quiso hacer, en una silla de ruedas, empujado por su hermano, pero con su humor de siempre, con su voz de siempre, con su olor característico de tabaco y su sonrisa amable. Creo que  tuvo que ver mi cara de emoción que le dijo lo que había echado de menos sus visitas a la farmacia. La emoción de un abrazo entre ambos, la fusión de las manos mientras conversábamos sobre cómo estaba, sobre su salud, sobre su futuro y sobre cuándo estará de nuevo en el barrio.

Una voz marcó el final de la conversación, un «nos tenemos que ir» hizo que terminara. Mientras se alejaba, empujado por su hermano, sentí una sensación casi de vacío, como si no fuera a volver a verle, como que algo que había estado siempre entre estas paredes, hubiera desaparecido para siempre dejando un hueco en la farmacia que nunca se iba a cubrir.

Sentado y escribiendo estas líneas, recuerdo todos los momentos agradables con Enrique, sentado y escribiendo estas líneas imagino oír el golpe de sus muletas contra el suelo y verle entrar de nuevo.

 

Gracias L

 

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